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Confesiones de un pintor

Le escribía a principios de abril a mi buen amigo José María Alimbau para invitarle a mi exposición del 16 de abril en Barcelona. También le envié el catálogo de mi última exposición de Málaga (octubre 2001). Esta exposición en la que había 64 cuadros y 45 dibujos, la dividía en dos partes, la segunda de las cuales “Teología de la expresión”, enseñaba parte de la obra que llevo pintando en los últimos 15 años, en la que intento expresar desde mi pintura, el dolor, la soledad, el odio, el abandono, la tortura, la muerte... y también, por qué no la esperanza.

    Existe la Cruz, pero también la Resurrección.

Hace algún tiempo, alguien me decía que en un principio mis cuadros eran desgarradores, pero llenos de color, colores chirriantes que querían salir del cuadro y gritar... Y que, sin embargo, en la actualidad los colores y las formas se han suavizado, son menos agresivos y más apagados. Me preguntaba a qué era debido ese cambio. Yo no supe contestarle en ese momento. En un principio gritaba contra las injusticias, contra las tragedias humanas a las que asistimos como espectadores sin poder hacer nada o casi nada. Era la impotencia ante las hambrunas, ante el asco de la muerte, ante el dialogo estéril entre la trinchera y las armas, ante los ojos oscuros, ojos negros y muertos que nunca supieron lo que es una mirada de ternura y consuelo, ante ese último grito de temor que nos sacude el alma, ante esa huida a ninguna parte con música de lamentos.

En un principio mi pintura era un grito. Ahora es oración. Esta es mi única explicación, si es que existe alguna sobre ese cambio de colores y expresión.

Y llegando a este punto, también llego a la conclusión de que el pintor sólo puede recrear partiendo de algo que existe. El único que puede crear es Dios. Él lo creó todo. Incluso yo me atrevería a decir más; el pintor es un mero instrumento, que ejecuta la obra poniendo en práctica ese don que Dios le ha concedido de poderse expresar en forma y colores sin que él sepa ni el cómo, ni el porqué de muchos matices en los que se sustenta la estructura de la obra.  Esa es una prueba irrefutable de que alguien ha dirigido tu mano y de que, cuando el pintor observa la Obra ya terminada como espectador no sabe explicar el porqué de aquella pincelada, o ese azul ahí o aquel rojo al fondo. En fin, resumiendo, que el pintor lo que tiene que hacer es pintar y exponer su obra para compartirla con aquellos con los que de una forma espontánea se produzca un diálogo, en el que el espectador pase a ser protagonista junto con la obra.
       
Jorge Rando, Málaga, abril 2003